Cuando yo era niña, anhelaba ser una adolescente, pero cuando me convertí en jovencita, deseaba ser adulta, casarme y tener hijos. Cuando esto ocurrió, deseaba conocer mis nietos, a quienes ahora tengo el gusto de abrazar y amar mucho.
Hay quienes consideran que el mejor momento de la vida de alguien, es su juventud, por la fuerza y energía que se tiene, quizás la audacia y denuedo de lanzarse a lo que sea. Sin embargo, me atrevo a decir que el mejor momento de la vida, es cuando hemos alcanzado un grado de madurez, que nos permita disfrutar cada momento con sosiego, que nos ofrezca la oportunidad de admirar la belleza a nuestro alrededor, sin tener prisa por nada, porque hemos vivido lo suficiente como para entender, que avanzamos con aplomo y certeza, pero no a la carrera.
Es interesante que mientras en los países de Latinoamérica, se tiende a menospreciar o desechar a los adultos mayores, en Asia y particularmente en Japón, son muy apetecidos en las empresas, universidades y demás. ¿Saben ustedes por qué? Porque cuentan con la sabiduría y experiencia, que solamente la vida puede darnos, al pasar del tiempo.
Es un tanto curioso que algunas veces cuando hacemos fila para esperar en un banco o similar, hay personas que debido a su edad de sesenta o más años, disfrutan del privilegio de ir a la ventanilla preferencial, por ser parte de la “tercera edad”, sin embargo, son fuertes, vigorosos, y nadie cree que realmente tengan esa edad. Hasta hay quienes se molestan pensando que esa persona está usurpando un lugar, sólo por no hacer la fila. Sin embargo, de manera contradictoria, encontramos en la fila regular, a aquellos que apenas pueden mantenerse en pie, se ven débiles y fatigados y nadie diría que son menores de sesenta.
Llegar a los sesenta, y en mi caso, muy pronto a los setenta, produce la satisfacción de mirar hacia atrás para darnos cuenta que hemos salvado muchos obstáculos y hemos logrado muchos triunfos, los cuales nos provocan regocijo, seguridad y sobre todo gratitud con el Dios que nos llamó y nos lleva de la mano cada día.
Estoy totalmente convencida que no sería lo mismo, si un día a mis treinta y tres años, no hubiera conocido al Dador de la vida y de toda buena dádiva y todo don perfecto, al Padre de las luces. No es lo mismo vivir hasta los setenta años habiendo conocido la Vida Eterna, que vivir sólo treinta ignorando nuestra procedencia y sobre todo nuestro destino. Puedo decir hoy, que soy inmensamente feliz y tengo la fuerza para seguir adelante con alegría, porque tengo dentro de mí a Aquel que es la razón de todo lo bueno.

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